viernes, 4 de abril de 2014
DEPARTURES
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DESTINATION
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GATE
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MJC0706
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LONDON
(LHR)
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CLG0211
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PARIS
(CDG)
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MAG2403
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BERLIN
(TXL)
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DELAYED
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JEV2601
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ROME
(FCO)
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DELAYED
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Burdo
e hiriente. Todas las televisiones y servicios meteorológicos del hemisferio
occidental convenían desde hacía días que el temporal cesaba de forma lenta
pero inexorable. En algunas de las webs oficiales más perezosas seguían
ondeando jocosas previsiones de mejora, impermeables a que la realidad venciese
a la voluntad con que se publicaron. Su diagnóstico obsoleto me acompañaría en
el aeropuerto bastantes y dolorosas horas aún.
Consumida
la batería del teléfono en puzles de caramelos y en consultar febrilmente las
agencias meteorológicas, inapetente por la pequeña selección de libros de mi
equipaje de mano que el día anterior recluté como compañeros de viaje, solo
quedaba la introspección. Con todo lo que eso suponía en este preciso momento.
Claudia
Guadalmedina Velarde, metro setenta de incertidumbres, sesenta y cinco
kilogramos de dudas. Veinticinco primaveras… o siendo justos, veintidós
primaveras, dos otoños y un casi invierno. Graduada en ingeniería industrial,
bilingüe, hija, hermana, amiga, paro juvenil estructural y candidata a “aventurera” al decir de alguna burócrata y
eurosierva.
En
casa, la alegría por sacarme la carrera apenas duró medio año escaso, el tiempo
que tardó en resolverse el E.R.E. de la fábrica de muebles donde mi padre
trabajó veinte años como carpintero. Siempre había bromas en torno a esto
último. José y carpintero, el chiste estaba hecho, pero a raíz de ese día pocas
veces pude volver a oírle reír. Solo mis hermanas, mellizas con su recién
estrenada adolescencia y su incipiente edad del pavo, conseguían sacarle de sus
nubarrones y hacerle sonreír. Luego estaba mi madre Eugenia, voz aguda, puro
nervio y principal valedora de mis estudios superiores. Era nuestro sueño
compartido y nuestra lucha cómplice de mujeres.
Gracias
al tesón, sacrificio y esfuerzo de un humilde matrimonio obrero de la periferia
de Madrid pude llegar a la universidad, vivir en esas aulas algunos de los
momentos más importantes, de los más difíciles y de los más bonitos en mi vida,
construir la persona que quiero ser, y formar un profesional que devuelva a la
sociedad la confianza que en forma de becas depositó en mí. Todo esto solo se
jodió al final, como en “Perdidos”.
Mis
tías no ayudaban mucho con sus peroratas paternalistas y cargadas de intención.
Sermones resabiados, acerca de lo rápido que encontraría trabajo toda una
señora ingeniera como yo y qué pronto los problemas con el banco se
solventarían entonces. Eran las mismas que aprovecharon cada septiembre que
arrastraba asignaturas para señalar lo cargada de ínfulas que andaba, por
querer ir a la universidad a hacer una carrera de marimachos. Aún sabiendo eso,
no podía evitar sentir como cargaban en mi espalda toneladas de granito, cada
vez que empezaban con la cantinela de la señora licenciada Claudia.
Tuve
mis preceptivos meses de prácticas no remuneradas en empresas, a los que siguió
una espeluznante calma chicha. Tres veces al día, como si fuera el cepillado de
dientes, me estrellaba en todos los portales de empleo que conocía y
actualizaba el currículum. Llamaba a amigos, familiares, conocidos, enemigos… y
luego volvía a empezar. En las empresas
de trabajo temporal de toda la ciudad ya me conocían con nombres y apellidos.
Del
servicio regional de empleo, artista anteriormente conocido como INEM, tuve
noticias una única vez, cuando una vocecita nerviosa me conminaba a aceptar un
taller de tropecientas horas de Word, Excel y demás delicatessen ofimáticas en
versiones a extinguir, o me atuviera a las consecuencias.
Tan
sólo mi amigo Anderson, me consiguió unas magras e intermitentes raspas que
llevarme a la boca. Unas pocas noches de camarera improvisada por aquí, unos
fines de semana como teleoperadora por
allá. Pero incluso eso se terminó acabando.
Pasé
entonces por una poco constructiva y oscura fase de negación. Nunca me he
tenido por una persona idealista, ni mucho menos ingenua, pero la dosis de
crudeza y realidad con la que tuve que lidiar era mayúscula. Tampoco vivía
fuera del mundo durante mi periodo de estudios, conocía la crisis y veía las
señales de glaciación laboral que me esperaban al otro lado del aula.
Pese
a todo, al graduarme seguía optimista. Mi mantra siempre fueron las palabras
con las que mi madre me azuzaba cuando me veía flaquear: “Para los mejores
siempre hay sitio”. Ella conocía de sobra la reacción inmediata que
ejercían sobre mí aquellas palabras y cómo me espoleaban hacia delante, a
superarme, en competición contra mí misma. Venciendo siempre el no puedo o el
no llego con la zanahoria del porvenir. Aquello fue, sin duda, lo que más
dolió. El derrumbe de lo que hasta entonces, era el pilar de mi sistema de
valores y creencias: el esfuerzo da la recompensa.
Todos
en mi casa hicieron sacrificios por mi educación y yo no me dejé nada por dar
en aquellos años de formación. El aparentemente nefasto resultado de todo aquel
capital de ilusión y esfuerzo, parecía tan real como inasumible. Y es que no
había sitio nuevo alguno, ni para los mejores ni para nadie, amén de que los
pocos puestos de trabajo en liza, quedaban reservados para aquellos Guzmanes
que presentasen limpieza de sangre afín con alguien de RR.HH. o Dirección de la
empresa. Muy, muy lejos de la meritocracia y aún más distante de cualquier tipo
de justicia. Estuve tentada por el cinismo y la queja, pero al final la que se
instaló sine die fue la pena.
Estaba
desmoralizada y preocupada, pero solamente podía permitírmelo a solas. Mis
sueños rotos y la perspectiva de aquel desierto de nada, que alcanzaba allá
donde mirase, eran mi problema. Todo eso, debía quedarse en la calle, lejos de
mi casa y lejos de mi familia. Mañana será otro día recitaba, mientras trataba
de tragar el nudo de mi garganta en el portal. Antes de abrir la puerta de
nuestro piso, el disfraz de la Claudia pre-crisis estaba en perfecto estado de
revista.
Lo
peor eran el rictus de tristeza cada vez más profundo en mi padre y la mirada
de perplejidad sufrida de mi madre, que encontraba al volver cada noche sin
nada, al otro lado de la puerta. La hipoteca achuchaba, la lista de
medicamentos de mi padre se multiplicaba a razón de Mt = Mo * e (rt) y la declaración de insolvencia de los
antiguos administradores de la fábrica donde trabajaba mi padre pintaron
bastos.
Mi
teléfono móvil e internet echaron chispas todas las madrugadas desde que tomé
mi decisión. Cuando finalizaba mi cosecha de noes diurna y las luces de mi casa
se apagaban, era la hora del plan B. Comencé a planear mi éxodo profesional en
las madrugadas. Me puse en contacto con Mateo, un compañero de la carrera que
llevaba ya varios meses en Grenoble con un contrato en prácticas, para que me
diera consejo. Su respuesta me dejó asombrada y en deuda. Me envió toda una
infinidad de direcciones, portales webs, asociaciones y organismos útiles para
buscar trabajo en la Unión Europea. No contento con ello, me adjuntó numerosos
archivos pdf a modo de ejemplo, con los documentos e instancias que él mismo
había rellenado en su día para conseguir trabajo en Francia. Me facilitó los
números telefónicos y correos electrónicos de sus primas, quienes estaban
becadas en la universidad de Colonia, para que tuviera otras opiniones y
personas a las que consultar. También se ofreció para mover mi currículum en el
parque tecnológico donde estaba su empresa.
En
la universidad apenas habíamos pasado de ser un par de conocidos, algún trabajo
en equipo y poco más, sin embargo Mateo se portó como un auténtico amigo en
todo momento. Me confesó, que no estaban siendo días de vino y rosas
precisamente su estancia en el extranjero pero que, al igual que yo, sus
opciones en España estaban al mínimo. Lenguas viperinas hubo entre mis amigas,
que señalaran lo inconcebible de tanta generosidad y altruismo sin segundas
intenciones. Cuanto mejor es el bueno, más molesto aún para el malo, siempre
decía mi madre.
Reuní
el dinero que, entre copas servidas, becas percibidas y siestas interrumpidas por
teléfono, había reservado para la
autoescuela. Había llegado la hora de conocer mundo.
Apenas
tenía tiempo de meditarlo mejor. Unas cuentas mentales rápidas, me ponían sobre
la pista de cuan delicada era la situación financiera en mi familia. Busqué el
más económico de los vuelos a la ciudad europea que, tras superar muchas
pruebas selectivas online, me ofreció
antes un contrato de aprendizaje. La
mitad del salario era en forma de manutención y clases de alemán, pero al menos
dejaría de ser un gasto más en casa. Además, las previsiones eran buenas, y con
trabajo duro, en poco menos de un año, había opciones reales de incorporarme a
la plantilla en calidad de ingeniera. Entonces podría cambiar la marea.
Enviaría dinero a casa y volvería a poder mirar a los ojos a mi madre, para
decirle que nuestro sueño se demoró pero finalmente se cumplía.
No
había nada más que pensar. Solo quedaba decírselo a mi gente. Decidí una
aproximación periférica de fuera hacia dentro, comunicándolo primero a los
amigos, que presumía más favorables, para ir reuniendo el consenso y
beneplácito suficiente que me diesen la fuerza para plantarme ante mis padres
con fe. La cosa distó mucho de mis expectativas.
3 Comments:
Bueno ¿y qué paso? no nos tengas así hombre...sigue sigue
Este es un relato, que presente con poco éxito a un certamen literario local, lo he troceado y a lo largo de esta semana lo iré publicando. Gracias por comentar Sonja.
Pues a mi me ha intrigado, me parece bastante creíble, me estoy temiendo que a la pobre le va a pasar algo parecido a la de "Operación princesa" pero esperaré....
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